lunes, 11 de julio de 2011

Orlando, el insurrecto

Por Juan Carlos Morales
(Publicado en el diario El Telégrafo, sábado 9 de julio 2011)

Orlando Pérez, en estos días, dice creer en los periodistas inquietos, insurrectos, traviesos, curiosos, lectores, rabiosos y en aquellos que silenciosamente nos enseñan a no ser mediocres y mucho menos ambiciosos. Es decir, añadiría, a no estar cosificados por el sistema a la espera de la medalla de 25 años de “buenos y leales servicios”, de las manos del patrono.
Cuando se piensa en estos asuntos inevitablemente surge la voz profunda de Ernesto Sabato: “Los personajes centrales de Anouilh son casi siempre muchachos que se aferran al amor absoluto y a la pureza; aun al precio de la muerte, se niegan a madurar, es decir, a relativizarse. El tiempo relativiza siempre, inevitablemente convierte lo puro en impuro, la ilusión en realidad. “Madurar” es envejecer, ensuciarse las manos, volverse sensato, aburguesarse, entrar en el juego de las conveniencias y de la razón; en suma, transformarse en un cochino”. Esto se lee en Heterodoxia, pag. 181, de sus Obras Completas, Seix Barral.
El escritor argentino, quien hace poco habría cumplido 100 años, nos habla del público-masa, ese conjunto de seres que han dejado de ser hombres para convertirse en objetos fabricados en serie. Hay muchas causas dice: “…la educación estandarizada, embutidos en fábricas, sacudidos diariamente al unísono por las noticias lanzadas por centrales electrónicas, pervertidos y cosificados por una manufactura de historietas y novelones radiales, de cromos periodísticos y de estatuillas de bazar”.
En este punto Sabato, quien escribió el texto en 1953, nos advertía de lo que ahora llamamos la mediación de los medios, para recordar a Jesús Martín Barbero. Basta encender la televisión tradicional para darnos cuenta de que mucha de la programación está hecha “para oficinistas, para chicas semianalfabetas y cursis”, según las palabras del maestro. Hay que decirlo: en un país donde únicamente el 1 por ciento de su población mayor de 18 años lee, la realidad –pero nunca la historia- está en los medios.
Como van a querer, me pregunto entonces, que existan medios públicos. Que existan otras miradas en horarios donde, en otros canales, nos construyen una realidad de balas y de raiting (“sinvergüenzas”, nos dicen, por no estar en la lógica del mercado). Porque ese también es el tema de discusión en el periodismo, traído a colación merced a Sabato: la búsqueda de esa otra verdad, más allá del vértigo noticioso que nos lleva a la desmemoria. Así que tranquilo Orlando Pérez, mientras existan periodistas insurrectos aparecerán sus nombres en hojas pagadas por quienes nunca escriben la historia.

jueves, 7 de julio de 2011

En esto creo (II)

Creo en los periodistas, pero dudo de los medios. El tránsito por ellos puede ‘aniquilar’ al reportero y al cronista por excelencia. El periodismo es un oficio insurgente e irreverente, con sus normas y paradojas. Entre periodistas y medios hay una relación extraña y hasta promiscua: los segundos no pueden vivir sin los primeros, pero también detestan que la esencia del periodismo (la búsqueda de la verdad) no les sostenga económicamente y mucho menos les obligue a revisar sus códigos y moralidades. Los primeros sin los medios, aparentemente, no existen. Sin los medios los periodistas estamos descobijados, pero por suerte ahora tenemos otros soportes y registros para publicar. Los medios, muchas veces, desprecian a los verdaderos periodistas.
Así como creo que la curiosidad obliga a abrir los ojos y a tener un oído potente, garantiza estar callado y aprender de todo, los periodistas sin esa condición pasamos a ser otra cosa y cada día menos periodistas. Afecta y hasta duele la vista ver el título de periodista en personas que tienen una linda cara, nunca escriben, se disfrazan de tales para hacer política y no oyen, ni ven y menos aprenden y, para vergüenza pública, hablan a nombre de la sociedad. Los periodistas verdaderos no pasan por ese estándar, al que lo someten algunos medios, porque están encantados escribiendo y observando dónde revelar lo que todo el mundo quiere leer. Esos periodistas, casi siempre, llegan a viejos y sólo en esa condición son reconocidos.
En el mundo son pocos los medios creados sólo por periodistas y para hacer sólo periodismo. Por eso también creo que los periodistas somos algo inútiles para independizarnos de los medios tradicionales. A veces sentimos vergüenza de trabajar en algunos medios y seguimos ahí porque no tenemos dónde hacer periodismo. O sea: publicar, pensar, reflexionar y hasta provocar a todas las moralidades, poderes y estructuras caducas de pensamiento e interés económico. Y cuando más encantados de hacer periodismo nos hallamos no faltará quien nos censure, pero de esas tenemos que pasar muchas veces para asegurar que más allá de lo que los medios publiquen o no, la gente se informará de todos modos.
Creo en las y los periodistas inquietos, insurrectos, traviesos, curiosos, lectores, rabiosos y también en aquellos que silenciosamente nos enseñan de mil modos a no ser mediocres y mucho menos ambiciosos. Y ante todo creo en el periodista humilde, de humildad perenne, que en esencia transporta honestidad y sabiduría.

En esto creo (I)

El título es un plagio a Carlos Fuentes. Y asumo que también del sentido de las confesiones, con un solo objetivo: afirmar categóricamente al ser humano que, alimentado del segundo líquido amniótico (el deseo y la lectura), participa de la vida en sus dimensiones más íntimas e intensas. La primera de ellas, sin recelo alguno, es la curiosidad: esa búsqueda casi ciega de algo inexplicable en cada una de las cosas y vivencias. He vagado mucho montado en la curiosidad para descubrir que no siempre las verdades son una sanación y menos la explicación a lo que ves o te cuentan. Reivindico mi fe en la curiosidad y en su amable complemento: la sorpresa.
La curiosidad obliga a abrir los ojos y a tener un oído potente. Garantiza estar callado y aprender de todo. Permite que con el olfato las alertas lleguen antes que las noticias y los voceros no sean sino parlantes de nuestras intuiciones. Para ser curioso no hace falta mucha preparación ni estudios superiores, solo un ansia cotidiana de no quedarse conforme con nada. Y hay que leer demasiado, que es lo que todavía me falta. La lectura advierte y convoca a los malos y buenos pensamientos para mirar por encima de lo evidente. Aviva los sueños y fantasías, que son también materia prima de otras curiosidades. Por eso releo a curiosos tímidos como don Quijote, un tal Shakespeare, el honorable Hans Christian Andersen o al genio Jorge Luis Borges, el mayor curioso contemporáneo.
Claro, curioseando se aprende y también se desaprende. Poco a poco uno descubre que el amor y el deseo por otra persona es más que un instinto: es un acto curioso para reconocerse como diferente desde la intimidad y a la vez ser uno solo en el abrazo y en la cópula. Y también uno desaprende que del amor no hay que esperar mucho, tan sólo una enorme compañía para cuando la soledad es una obligación o una condición impuesta. Pero se aprende curioseando de las buenas personas que no te obligan a nada y con sólo estar y observarlas conoces cómo se es amigo, hermano, padre o hijo. O de aquella llamada inesperada, de alguien aparentemente tan poderoso, para darte un abrazo cuando más desolado te hallas.
Creo poderosamente en la curiosidad como ese camino estrecho y rodeado de árboles por donde se llega a todas partes y a ninguna también. Curioseando a diario es más fácil sentirse incómodo y rebelde ante ciertas injusticias y defectos propios. O sea, no es un sendero hacia ninguna felicidad. Y como curiosos plenos podemos, luego, hablar del periodismo y de toda clase de revoluciones.